Para reflexionar acerca del plan de este libro -del que entonces no tenía más que el título y algo así como la sombra de su argumento, una forma vaga y oscilante proyectada platónicamente sobre el fondo oscuro de mi caverna interior- fui aquella mañana cálida de octubre a mi rincón favorito de Londres, el jardincillo de Red Lyon Square, y me senté en el banco más alejado de la entrada, junto a la imagen tutelar del busto de Bertrand Russell. A mi derecha entreveía el edificio donde tiene su docta sede la South Place Ethical Society, un club de debate escéptico y racionalista. De inmediato acudieron docenas de palomas, convencidas de que a esa hora y en tal lugar, un amable viejecito no podía traer otro designio que echarles migas de pan. ¡La fuerza de la ilusión, el exhorto de la creencia! Pero en este caso la ilusión no tenía porvenir y pronto se fueron, rumorosas y gremiales, hacia una señora aún más prometedora que acababa de sentarse en otro banco. También apareció una ardilla, pero que no esperaba nada de mí: atareada, segura de sí misma, atendía sus mínimos negocios bajo el pedestal recoleto del filósofo. Me gusta mucho esa efigie de Russell, que le presenta con un aire juvenil y una mueca de gnomo travieso. Fue precisamente un libro suyo, Religión y ciencia, el primero que articuló teóricamente los planteamientos escépticos de mi temprana incredulidad juvenil. Lo guardo entre los incunables más sobados de mi biblioteca, junto a Por qué no soy cristiano, del mismo autor... Supongo que aun sin sus argumentos, la fe religiosa me habría resultado igualmente imposible. Cuestión de carácter, quizá.
¿Cómo puede ser que alguien crea de veras en Dios en todo el circo de lo sobrenatural? Hablo de quienes comparten la realidad tecnológica y virtual del siglo XXI. Tras Darwin, Nietzsche y Freud, después del avance científico de los últimos 150 años, ¿sigue habiendo creyentes en el Super Padre justiciero e infinito y en la resurrección?
A finales del gran siglo de la ciencia contemporánea, los propios científicos siguen siendo más o menos tan "religiosos" como 80 años y miles de descubrimientos antes
Desde luego, Dios -es decir, los dioses, y sobre todo los creyentes- sigue (o siguen) ocupando la palestra, frente a la ilustración racionalista en todas sus formas
Y así llego a la pregunta inicial a partir de la cual se ha orientado -con mayor o menor propiedad- el vagabundeo de las páginas que siguen. Me la hice por primera vez hace más de 40 años, cuando yo tenía en torno a los 14. La reafirmé luego a los 16 o 17, alentado por la lectura de los libros de Bertrand Russell. Me la reitero ahora, retrocediendo la moviola del tiempo, en esta mañanita insólitamente primaveral del otoño londinense, mientras mi vecina de banco alimenta con profesionalidad a las insaciables palomas. ¿Cómo puede ser que alguien crea de veras en Dios, en el más allá, en todo el circo de lo sobrenatural? Me refiero, naturalmente, a personas inteligentes, sinceras, de cuya capacidad y coraje mental no tengo ningún derecho de dudar. Hablo sobre todo de contemporáneos, de quienes comparten conmigo la realidad tecnológica y virtual del siglo XXI. Hubo otros hombres creyentes, pero fue en el pasado (estación propicia a la fe, si se me permite parafrasear a Borges): Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Descartes, Isaac Newton, Kant... son pensadores de un talento que ni sueño con igualar y creyeron en las cosas más estupendamente inverificables. Sin embargo, quizá les condicionó el clima cultural abrumadoramente religioso en que vivieron (¿o no lo era ya tanto, en el caso de los últimos citados?). Puede que sometieran su expresión intelectual al lenguaje de la época, puesto que nadie ni entonces ni ahora es totalmente capaz de saltar por encima de ella hacia la plataforma de lo desconocido... Pero ya en el siglo XX o en los albores del XXI, tras Darwin, Nietzsche y Freud, después del espectacular despliegue científico y técnico de los últimos 150 años, ahora, hoy... ¿sigue habiendo creyentes en el Superpadre justiciero e infinito, en la resurrección de los muertos y en la vida perdurable, amén? Así nos lo dicen, así parece. En 1916, a comienzos del siglo más pródigo en descubrimientos que ha conocido la humanidad, se hizo una encuesta entre los más destacados científicos del mundo, centrada en la pregunta: "¿Cree usted en Dios?". Aproximadamente el 40% respondió afirmativamente. En 1996, dos profesores americanos -el historiador Edward Larson, de la Universidad de Georgia, y Larry Williams, de la Universidad de Maryland- repitieron el sondeo, prolongando la encuesta a lo largo de todo un año. El resultado fue el mismo: 40% de creyentes, 45% de ateos y un 15% de agnósticos, el equivalente al "no sabe, no contesta" de otros casos. De modo que a finales del gran siglo de la ciencia contemporánea, los propios científicos siguen siendo más o menos tan religiosos como ochenta años y miles de descubrimientos cruciales antes.
Y no sólo los científicos, desde luego. En el terreno de la agitación política, la situación es mucho más alarmante. Hace quince años, Gilles Kepel publicó La revancha de Dios, un libro en aquel momento polémico y considerado casi provocativo que alertaba sobre el regreso de los radicalismos religiosos a la liza de las transformaciones políticas y sociales en todo el mundo. Hoy, tras las llamadas a la yihad de ciertos líderes musulmanes, el auge de los teocons en la Administración estadounidense, el terrorismo de Al Qaeda, la guerra de Afganistán, la invasión de Irak, el agravamiento del enfrentamiento entre monoteísmos en Oriente Medio, el revival de la ortodoxia católica por la influencia mediática de Juan Pablo II, las manifestaciones dogmáticas en España contra la ley del matrimonio de homosexuales y la escuela laica, la crisis internacional por las caricaturas de Mahoma aparecidas en una revista danesa, etcétera, podemos asegurar que los pronósticos de Kepel han triunfado en toda la línea e incluso en bastantes casos se han quedado cortos. Para confirmarlo basta echar un vistazo al número 16 de la edición española de la revista Foreign Policy (agosto-septiembre de 2006), que publica en su portada el titular "Dios vuelve a la política", y en páginas interiores, un reportaje significativamente titulado "Por qué Dios está ganando". Puede que sea exagerado augurar tal victoria, pero, desde luego, Dios -es decir, los dioses y, sobre todo, los creyentes- sigue (o siguen) ocupando la palestra, frente a la Ilustración racionalista en todas sus formas y terrenos. La religión continúa presente y a veces agresivamente presente, quizá no más que antaño, pero, desde luego, no menos que casi siempre. La cuestión es: ¿por qué? Es posible que esta mía sea una inquietud cándida, adolescente. Según parece, es la primera que suele asaltar a quien se acerca a las creencias religiosas digamos desde fuera. ¿Por qué tantos creen vigorosamente en lo invisible y lo improbable? Una primera respuesta tentativa, a mi entender poco convincente, es la que dan algunos pensadores llamados posmodernos. Según ellos, lo que ha cambiado decisivamente es la propia cualidad de la fe. La noción misma de verdad se ha hecho relativa, ha perdido fuerza decisoria y absoluta: actualmente, la verdad depende de la interpretación o la tradición cultural a partir de la cual se juzgan los acontecimientos de lo que antes se llamó con excesivo énfasis la realidad.
Unamuno
Hoy sabemos ya que, en cierta manera relevante, cada uno "crea aquello en lo que cree" (como en su día, por cierto y desde una orilla distinta, apuntó Miguel de Unamuno). De modo que tan anticuado es tratar de verificar los contenidos de la creencia como pretender intransigentemente refutarlos... Una cosa es creer en la electricidad o la energía nuclear, y otra muy distinta, creer en la Virgen María. Pertenecen a registros distintos en el campo de la fe y exigen apoyos diferentes para sustentarse, unos tomados del campo de la experiencia y el análisis racional; los otros, de emociones o querencias sentimentales. La explicación no me convence. Desde luego, estoy seguro de que existen campos semánticos distintos y aun distantes en la aplicación del término verdad (me he ocupado del asunto en el capítulo "Elegir la verdad" de mi libro El valor de elegir), pero no creo que encontremos en tal dirección la solución de la perplejidad que aquí nos ocupa. Para empezar, descarto que la noción de verdad carezca en todos los casos de un referente directo y estable en la realidad: cierta forma primordial de verdad como adecuación de lo que percibimos y concebimos con lo que existe independientemente de nosotros está vinculada a la posibilidad misma de supervivencia de la especie humana. Hemos desarrollado capacidades sensoriales a lo largo de la evolución y nuestros sentidos no sirven para inventarnos culturalmente realidades alternativas, sino, ante todo, para captar con la mayor exactitud posible la que hay. Si no me equivoco, la mayoría de los creyentes religiosos no consideran su fe como una forma poética o metafórica de dar cuenta de sus emociones ante el misterioso universo y ante la vida (lo que podría ser aceptado por cualquier persona intelectualmente sensible), sino como explicaciones efectivas y eficaces de lo que somos y de lo que podemos esperar. Cuando Juan Pablo II en su lecho de muerte dijo a los médicos que le rodeaban: "Dejadme ir a la casa del Padre", quiero pensar que no pedía simplemente que le dejasen morir en paz, sino que expresaba su creencia en que -más allá de la muerte- recuperaría alguna forma de consciencia de sí mismo en una dimensión distinta pero también real y probablemente más placentera que sus dolores de agonizante. Del mismo modo, quienes creen en Dios y en lo sobrenatural sostienen visiones del mundo que aceptan como verdaderas en el sentido fuerte del término: piensan que Dios es Alguien y hace cosas, no que se trata sólo de una forma tradicional de suspirar y exclamar humanamente por las tribulaciones de este mundo.
De modo que debemos aceptar la creencia en Dios y el más allá de otros aunque no la compartamos, y hay que tomarla en serio no como un residuo del pasado, sino como algo estable y fiable que llega desde nuestros orígenes culturales (sea cual fuere nuestra cultura) hasta hoy mismo. Las razones antropológicas, psicológicas e incluso ontológicas de esta fe serán la primera pregunta en torno a la que merodeará este libro que aquí se inicia. Tendremos también que preguntarnos por la estructura intelectual de las creencias religiosas y sus mecanismos (sociológicos, psicológicos) de fabricación. ¿Qué garantías de veracidad ofrecen las religiones y cómo pueden justificarse? Algunos cínicos coincidirán en que el único secreto que sirve de peana a las creencias sobrenaturales es su utilidad social como calmante de las iras y desasosiegos populares. Famosamente, Marx dijo que "la religión es el opio del pueblo", y este dictamen ha sido repetido con populosa indignación por muchos revolucionarios; pero tampoco han faltado ilustrados de ayer y conservadores de hoy (Voltaire puede ser a veces un ejemplo de los primeros, numerosos teocons actuales de los segundos) que comparten la opinión de Marx con alivio, aunque no la vocean por prudente miramiento, y que sin duda estiman socialmente importante la religión por su carácter de insustituible estupefaciente. Sin abandonar el registro de la utilidad sociológica, destacados teóricos siguen considerando las religiones como el mejor fundamento para los valores morales (pese a que las Iglesias que las organizan conceden a veces más peso a cuestiones rituales que a la justicia o la libertad) y también como el mejor suplemento de alma aunador capaz de aglutinar a los miembros de una colectividad (aunque en las naciones democráticas actuales, pluralistas y multiétnicas, más bien operen a veces como estímulo de enfrentamientos o banderías). En cualquier caso, oímos ahora con frecuencia recomendaciones discretas -casi me atrevería a decir tongue in cheek- de las versiones moderadas de las creencias tradicionales y de la piedad establecida como paliativos a la desestructuración social y a la llamada "crisis de valores". Algo intentaré decir acerca de tan intrincadas cuestiones en páginas venideras...
Pero hay otro aspecto del asunto que me interesa especialmente. Algunas de las cuestiones de las que se ocupan las doctrinas religiosas -el universo, el sentido de la vida, la muerte, la libertad, los valores morales, etcétera- son también los temas tradicionales de la reflexión filosófica. Por ejemplo, el filósofo francés Luc Ferry establece: "A la pregunta ritual '¿qué es la filosofía?' desearía responder sencillamente así: un intento de asumir las cuestiones religiosas de un modo no religioso, o incluso antirreligioso". Y concreta un poco más su postura: "La filosofía siempre se concibe como una ruptura con la actitud religiosa, en la forma de abordar y tratar las cuestiones que se plantea; pero al mismo tiempo conserva una continuidad menos visible, aunque también crucial, con la religión en el sentido de que recibe de ella interrogantes que sólo asume cuando ya han sido forjados en el espacio religioso". Algo no muy diferente me parece que sostiene Maximo Cacciari cuando, en una entrevista periodística, aun reconociendo que no es creyente ("no creo en ese acto de fe que resuena en el evangelio o en el judaísmo o en el islam... yo no puedo creer que el logos se haya hecho carne, que el crucifijo sea Dios, en eso no creo"), afirma que la figura que más detesta es la del ateo, porque vive como si no hubiera Dios: "Lo detesto porque creo que en este ejercicio mental yo no puedo dejar de pensar en lo último, en la cosa última, que el creyente y nuestra tradición metafísica, filosófica, teológica ha llamado Dios. Es lo que decía Heidegger: 'Ateo es el que no piensa'. El que hace algo y punto, termina su tarea sin interrogarse sobre lo último. Pueden ser muy inteligentes, pero pensar es, a fin de cuentas, pensar en lo último". (Entrevista publicada por EL PAÍS, 30 de octubre de 2005). No me parece demasiado justificada la santa cólera de Cacciari contra los ateos, porque al menos algunos de éstos también se dedican a pensar en lo último aunque no lo llamen Dios, sino cualquier otro nombre no menos propio de nuestra tradición filosófica, como pudiera ser naturaleza. Me refiero, por ejemplo, a filósofos como Marcel Conche (y Heidegger, ya que estamos, tampoco habla de Dios como lo último, sino del Ser). Pero la vehemente opinión de Cacciari reivindicando la reflexión sobre lo último interesa al tema de este libro porque señala la vinculación entre el campo especulativo de la filosofía y aquello a lo que se refieren las doctrinas religiosas. Y, desde luego, el modesto ateo que firma estas páginas no quisiera dejar en modo alguno y sobre todo a priori de pensar sobre lo "último", aunque opine que intentar acotar intelectualmente qué es lo último y por qué lo calificamos así sea un empeño enorme que gana cuando se libera de prótesis teológicas. Tal será -Dios mediante- otro de los objetivos centrales de este libro...
Teólogos
Es indudable que los filósofos, en el mejor de los casos, tratan de ocuparse de manera laica de lo mismo que preocupa a sacerdotes y teólogos. Unos y otros se plantean preguntas no instrumentales, que no pueden ser zanjadas por ninguna respuesta que nos permita despreocuparnos de ellas y pasar a otra cosa (como ocurre en el caso de la ciencia) y que no se refieren a cómo podemos "arreglarnos" con las cosas del mundo, sino a lo que somos y a lo que significa ser como somos. Las respuestas de la ciencia cancelan la pregunta a la que responden y nos permiten preguntarnos cosas nuevas; las respuestas de la filosofía y de la teología abren y ahondan aún más la pregunta a la que se refieren, nos conceden plantearla de una forma nueva o más compleja, pero no la cancelan jamás totalmente: sólo nos ayudan a convivir con la pregunta, a calmar en parte nuestra impaciencia o nuestra angustia ante ella. Al menos así ocurre cuando filosofía y teología escapan a la tentación dogmática (propia de las Iglesias y de académicos fatuos), que consiste en ofrecer respuestas canceladoras como las de la ciencia a preguntas que no son científicas. Por eso la ciencia progresa, mientras que la filosofía y la teología -¡en el mejor de los casos!- deben contentarse con ahondar. Pero en un aspecto fundamental se parecen la ciencia y la religión, difiriendo en cambio de la filosofía: las dos primeras prometen resultados, herramientas o conjuros para salvarnos de los males que nos aquejan (gracias a desentrañar los mecanismos de la naturaleza o a la fe en Dios); la filosofía, en cambio, sólo puede ayudar a vivir con mayor entereza en la insuficiente comprensión de lo irremediable. Ciencia y religión resuelven cada cual a su modo las cosas; la filosofía a lo más que llega es a curarnos en parte del afán de resolver a toda costa lo que quizá es (y no tiene por qué dejar de ser) irresoluble. De ahí que el propio Bertrand Russell escribió en alguna parte que los filósofos se instalan como pueden en la incómoda zona mental que separa el firme suelo de la ciencia del etéreo y enigmático cielo de la religión...
De todas esas cosas habrá que hablar, pienso ahora con súbita pereza aquí -en Red Lyon Square- mientras ya se alejan codiciosas las palomas rezagadas (la ardilla sigue a lo suyo, analítica y escéptica).
¿Cómo puede ser que alguien crea de veras en Dios en todo el circo de lo sobrenatural? Hablo de quienes comparten la realidad tecnológica y virtual del siglo XXI. Tras Darwin, Nietzsche y Freud, después del avance científico de los últimos 150 años, ¿sigue habiendo creyentes en el Super Padre justiciero e infinito y en la resurrección?
A finales del gran siglo de la ciencia contemporánea, los propios científicos siguen siendo más o menos tan "religiosos" como 80 años y miles de descubrimientos antes
Desde luego, Dios -es decir, los dioses, y sobre todo los creyentes- sigue (o siguen) ocupando la palestra, frente a la ilustración racionalista en todas sus formas
Y así llego a la pregunta inicial a partir de la cual se ha orientado -con mayor o menor propiedad- el vagabundeo de las páginas que siguen. Me la hice por primera vez hace más de 40 años, cuando yo tenía en torno a los 14. La reafirmé luego a los 16 o 17, alentado por la lectura de los libros de Bertrand Russell. Me la reitero ahora, retrocediendo la moviola del tiempo, en esta mañanita insólitamente primaveral del otoño londinense, mientras mi vecina de banco alimenta con profesionalidad a las insaciables palomas. ¿Cómo puede ser que alguien crea de veras en Dios, en el más allá, en todo el circo de lo sobrenatural? Me refiero, naturalmente, a personas inteligentes, sinceras, de cuya capacidad y coraje mental no tengo ningún derecho de dudar. Hablo sobre todo de contemporáneos, de quienes comparten conmigo la realidad tecnológica y virtual del siglo XXI. Hubo otros hombres creyentes, pero fue en el pasado (estación propicia a la fe, si se me permite parafrasear a Borges): Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Descartes, Isaac Newton, Kant... son pensadores de un talento que ni sueño con igualar y creyeron en las cosas más estupendamente inverificables. Sin embargo, quizá les condicionó el clima cultural abrumadoramente religioso en que vivieron (¿o no lo era ya tanto, en el caso de los últimos citados?). Puede que sometieran su expresión intelectual al lenguaje de la época, puesto que nadie ni entonces ni ahora es totalmente capaz de saltar por encima de ella hacia la plataforma de lo desconocido... Pero ya en el siglo XX o en los albores del XXI, tras Darwin, Nietzsche y Freud, después del espectacular despliegue científico y técnico de los últimos 150 años, ahora, hoy... ¿sigue habiendo creyentes en el Superpadre justiciero e infinito, en la resurrección de los muertos y en la vida perdurable, amén? Así nos lo dicen, así parece. En 1916, a comienzos del siglo más pródigo en descubrimientos que ha conocido la humanidad, se hizo una encuesta entre los más destacados científicos del mundo, centrada en la pregunta: "¿Cree usted en Dios?". Aproximadamente el 40% respondió afirmativamente. En 1996, dos profesores americanos -el historiador Edward Larson, de la Universidad de Georgia, y Larry Williams, de la Universidad de Maryland- repitieron el sondeo, prolongando la encuesta a lo largo de todo un año. El resultado fue el mismo: 40% de creyentes, 45% de ateos y un 15% de agnósticos, el equivalente al "no sabe, no contesta" de otros casos. De modo que a finales del gran siglo de la ciencia contemporánea, los propios científicos siguen siendo más o menos tan religiosos como ochenta años y miles de descubrimientos cruciales antes.
Y no sólo los científicos, desde luego. En el terreno de la agitación política, la situación es mucho más alarmante. Hace quince años, Gilles Kepel publicó La revancha de Dios, un libro en aquel momento polémico y considerado casi provocativo que alertaba sobre el regreso de los radicalismos religiosos a la liza de las transformaciones políticas y sociales en todo el mundo. Hoy, tras las llamadas a la yihad de ciertos líderes musulmanes, el auge de los teocons en la Administración estadounidense, el terrorismo de Al Qaeda, la guerra de Afganistán, la invasión de Irak, el agravamiento del enfrentamiento entre monoteísmos en Oriente Medio, el revival de la ortodoxia católica por la influencia mediática de Juan Pablo II, las manifestaciones dogmáticas en España contra la ley del matrimonio de homosexuales y la escuela laica, la crisis internacional por las caricaturas de Mahoma aparecidas en una revista danesa, etcétera, podemos asegurar que los pronósticos de Kepel han triunfado en toda la línea e incluso en bastantes casos se han quedado cortos. Para confirmarlo basta echar un vistazo al número 16 de la edición española de la revista Foreign Policy (agosto-septiembre de 2006), que publica en su portada el titular "Dios vuelve a la política", y en páginas interiores, un reportaje significativamente titulado "Por qué Dios está ganando". Puede que sea exagerado augurar tal victoria, pero, desde luego, Dios -es decir, los dioses y, sobre todo, los creyentes- sigue (o siguen) ocupando la palestra, frente a la Ilustración racionalista en todas sus formas y terrenos. La religión continúa presente y a veces agresivamente presente, quizá no más que antaño, pero, desde luego, no menos que casi siempre. La cuestión es: ¿por qué? Es posible que esta mía sea una inquietud cándida, adolescente. Según parece, es la primera que suele asaltar a quien se acerca a las creencias religiosas digamos desde fuera. ¿Por qué tantos creen vigorosamente en lo invisible y lo improbable? Una primera respuesta tentativa, a mi entender poco convincente, es la que dan algunos pensadores llamados posmodernos. Según ellos, lo que ha cambiado decisivamente es la propia cualidad de la fe. La noción misma de verdad se ha hecho relativa, ha perdido fuerza decisoria y absoluta: actualmente, la verdad depende de la interpretación o la tradición cultural a partir de la cual se juzgan los acontecimientos de lo que antes se llamó con excesivo énfasis la realidad.
Unamuno
Hoy sabemos ya que, en cierta manera relevante, cada uno "crea aquello en lo que cree" (como en su día, por cierto y desde una orilla distinta, apuntó Miguel de Unamuno). De modo que tan anticuado es tratar de verificar los contenidos de la creencia como pretender intransigentemente refutarlos... Una cosa es creer en la electricidad o la energía nuclear, y otra muy distinta, creer en la Virgen María. Pertenecen a registros distintos en el campo de la fe y exigen apoyos diferentes para sustentarse, unos tomados del campo de la experiencia y el análisis racional; los otros, de emociones o querencias sentimentales. La explicación no me convence. Desde luego, estoy seguro de que existen campos semánticos distintos y aun distantes en la aplicación del término verdad (me he ocupado del asunto en el capítulo "Elegir la verdad" de mi libro El valor de elegir), pero no creo que encontremos en tal dirección la solución de la perplejidad que aquí nos ocupa. Para empezar, descarto que la noción de verdad carezca en todos los casos de un referente directo y estable en la realidad: cierta forma primordial de verdad como adecuación de lo que percibimos y concebimos con lo que existe independientemente de nosotros está vinculada a la posibilidad misma de supervivencia de la especie humana. Hemos desarrollado capacidades sensoriales a lo largo de la evolución y nuestros sentidos no sirven para inventarnos culturalmente realidades alternativas, sino, ante todo, para captar con la mayor exactitud posible la que hay. Si no me equivoco, la mayoría de los creyentes religiosos no consideran su fe como una forma poética o metafórica de dar cuenta de sus emociones ante el misterioso universo y ante la vida (lo que podría ser aceptado por cualquier persona intelectualmente sensible), sino como explicaciones efectivas y eficaces de lo que somos y de lo que podemos esperar. Cuando Juan Pablo II en su lecho de muerte dijo a los médicos que le rodeaban: "Dejadme ir a la casa del Padre", quiero pensar que no pedía simplemente que le dejasen morir en paz, sino que expresaba su creencia en que -más allá de la muerte- recuperaría alguna forma de consciencia de sí mismo en una dimensión distinta pero también real y probablemente más placentera que sus dolores de agonizante. Del mismo modo, quienes creen en Dios y en lo sobrenatural sostienen visiones del mundo que aceptan como verdaderas en el sentido fuerte del término: piensan que Dios es Alguien y hace cosas, no que se trata sólo de una forma tradicional de suspirar y exclamar humanamente por las tribulaciones de este mundo.
De modo que debemos aceptar la creencia en Dios y el más allá de otros aunque no la compartamos, y hay que tomarla en serio no como un residuo del pasado, sino como algo estable y fiable que llega desde nuestros orígenes culturales (sea cual fuere nuestra cultura) hasta hoy mismo. Las razones antropológicas, psicológicas e incluso ontológicas de esta fe serán la primera pregunta en torno a la que merodeará este libro que aquí se inicia. Tendremos también que preguntarnos por la estructura intelectual de las creencias religiosas y sus mecanismos (sociológicos, psicológicos) de fabricación. ¿Qué garantías de veracidad ofrecen las religiones y cómo pueden justificarse? Algunos cínicos coincidirán en que el único secreto que sirve de peana a las creencias sobrenaturales es su utilidad social como calmante de las iras y desasosiegos populares. Famosamente, Marx dijo que "la religión es el opio del pueblo", y este dictamen ha sido repetido con populosa indignación por muchos revolucionarios; pero tampoco han faltado ilustrados de ayer y conservadores de hoy (Voltaire puede ser a veces un ejemplo de los primeros, numerosos teocons actuales de los segundos) que comparten la opinión de Marx con alivio, aunque no la vocean por prudente miramiento, y que sin duda estiman socialmente importante la religión por su carácter de insustituible estupefaciente. Sin abandonar el registro de la utilidad sociológica, destacados teóricos siguen considerando las religiones como el mejor fundamento para los valores morales (pese a que las Iglesias que las organizan conceden a veces más peso a cuestiones rituales que a la justicia o la libertad) y también como el mejor suplemento de alma aunador capaz de aglutinar a los miembros de una colectividad (aunque en las naciones democráticas actuales, pluralistas y multiétnicas, más bien operen a veces como estímulo de enfrentamientos o banderías). En cualquier caso, oímos ahora con frecuencia recomendaciones discretas -casi me atrevería a decir tongue in cheek- de las versiones moderadas de las creencias tradicionales y de la piedad establecida como paliativos a la desestructuración social y a la llamada "crisis de valores". Algo intentaré decir acerca de tan intrincadas cuestiones en páginas venideras...
Pero hay otro aspecto del asunto que me interesa especialmente. Algunas de las cuestiones de las que se ocupan las doctrinas religiosas -el universo, el sentido de la vida, la muerte, la libertad, los valores morales, etcétera- son también los temas tradicionales de la reflexión filosófica. Por ejemplo, el filósofo francés Luc Ferry establece: "A la pregunta ritual '¿qué es la filosofía?' desearía responder sencillamente así: un intento de asumir las cuestiones religiosas de un modo no religioso, o incluso antirreligioso". Y concreta un poco más su postura: "La filosofía siempre se concibe como una ruptura con la actitud religiosa, en la forma de abordar y tratar las cuestiones que se plantea; pero al mismo tiempo conserva una continuidad menos visible, aunque también crucial, con la religión en el sentido de que recibe de ella interrogantes que sólo asume cuando ya han sido forjados en el espacio religioso". Algo no muy diferente me parece que sostiene Maximo Cacciari cuando, en una entrevista periodística, aun reconociendo que no es creyente ("no creo en ese acto de fe que resuena en el evangelio o en el judaísmo o en el islam... yo no puedo creer que el logos se haya hecho carne, que el crucifijo sea Dios, en eso no creo"), afirma que la figura que más detesta es la del ateo, porque vive como si no hubiera Dios: "Lo detesto porque creo que en este ejercicio mental yo no puedo dejar de pensar en lo último, en la cosa última, que el creyente y nuestra tradición metafísica, filosófica, teológica ha llamado Dios. Es lo que decía Heidegger: 'Ateo es el que no piensa'. El que hace algo y punto, termina su tarea sin interrogarse sobre lo último. Pueden ser muy inteligentes, pero pensar es, a fin de cuentas, pensar en lo último". (Entrevista publicada por EL PAÍS, 30 de octubre de 2005). No me parece demasiado justificada la santa cólera de Cacciari contra los ateos, porque al menos algunos de éstos también se dedican a pensar en lo último aunque no lo llamen Dios, sino cualquier otro nombre no menos propio de nuestra tradición filosófica, como pudiera ser naturaleza. Me refiero, por ejemplo, a filósofos como Marcel Conche (y Heidegger, ya que estamos, tampoco habla de Dios como lo último, sino del Ser). Pero la vehemente opinión de Cacciari reivindicando la reflexión sobre lo último interesa al tema de este libro porque señala la vinculación entre el campo especulativo de la filosofía y aquello a lo que se refieren las doctrinas religiosas. Y, desde luego, el modesto ateo que firma estas páginas no quisiera dejar en modo alguno y sobre todo a priori de pensar sobre lo "último", aunque opine que intentar acotar intelectualmente qué es lo último y por qué lo calificamos así sea un empeño enorme que gana cuando se libera de prótesis teológicas. Tal será -Dios mediante- otro de los objetivos centrales de este libro...
Teólogos
Es indudable que los filósofos, en el mejor de los casos, tratan de ocuparse de manera laica de lo mismo que preocupa a sacerdotes y teólogos. Unos y otros se plantean preguntas no instrumentales, que no pueden ser zanjadas por ninguna respuesta que nos permita despreocuparnos de ellas y pasar a otra cosa (como ocurre en el caso de la ciencia) y que no se refieren a cómo podemos "arreglarnos" con las cosas del mundo, sino a lo que somos y a lo que significa ser como somos. Las respuestas de la ciencia cancelan la pregunta a la que responden y nos permiten preguntarnos cosas nuevas; las respuestas de la filosofía y de la teología abren y ahondan aún más la pregunta a la que se refieren, nos conceden plantearla de una forma nueva o más compleja, pero no la cancelan jamás totalmente: sólo nos ayudan a convivir con la pregunta, a calmar en parte nuestra impaciencia o nuestra angustia ante ella. Al menos así ocurre cuando filosofía y teología escapan a la tentación dogmática (propia de las Iglesias y de académicos fatuos), que consiste en ofrecer respuestas canceladoras como las de la ciencia a preguntas que no son científicas. Por eso la ciencia progresa, mientras que la filosofía y la teología -¡en el mejor de los casos!- deben contentarse con ahondar. Pero en un aspecto fundamental se parecen la ciencia y la religión, difiriendo en cambio de la filosofía: las dos primeras prometen resultados, herramientas o conjuros para salvarnos de los males que nos aquejan (gracias a desentrañar los mecanismos de la naturaleza o a la fe en Dios); la filosofía, en cambio, sólo puede ayudar a vivir con mayor entereza en la insuficiente comprensión de lo irremediable. Ciencia y religión resuelven cada cual a su modo las cosas; la filosofía a lo más que llega es a curarnos en parte del afán de resolver a toda costa lo que quizá es (y no tiene por qué dejar de ser) irresoluble. De ahí que el propio Bertrand Russell escribió en alguna parte que los filósofos se instalan como pueden en la incómoda zona mental que separa el firme suelo de la ciencia del etéreo y enigmático cielo de la religión...
De todas esas cosas habrá que hablar, pienso ahora con súbita pereza aquí -en Red Lyon Square- mientras ya se alejan codiciosas las palomas rezagadas (la ardilla sigue a lo suyo, analítica y escéptica).
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