“…Hemos visto, desde el principio del cristianismo, hombres santos y rígidos que, tomando la inmortalidad y la salvación de sus almas en serio, han roto sus lazos sociales y huyendo de todo comercio humano, buscaron en la soledad la perfección, la virtud, dios. Han considerado la sociedad, con mucha razón, con mucha consecuencia lógica, como una fuente de corrupción, y el aislamiento absoluto del alma, como la condición de todas las virtudes. Si salieron alguna vez de su soledad no fue nunca por necesidad, sino por generosidad, por caridad cristiana hacia los hombres que, al continuar corrompiéndose en el medio social, tenían necesidad de sus consejos, de sus oraciones y de su dirección. Fue siempre para salvar a los otros, nunca para salvarse y para perfeccionarse a sí mismos. Arriesgaban al contrario la pérdida de sus almas al volver a esa sociedad de que habían huido con horror como de la escuela de todas las corrupciones, y una vez acabada su santa obra, volvían lo más pronto posible a su desierto para perfeccionarse allí de nuevo por la contemplación incesante de su ser individual, de su alma solitaria en presencia de dios solamente.
Este es un ejemplo que todos aquellos que creen todavía hoy en la inmortalidad del alma, en la libertad innata o en el libre arbitrio, debían seguir, por poco que deseen salvar sus almas y prepararlas dignamente para la vida eterna. Lo repito aún, los santos anacoretas que llegaban a fuerza de aislamiento a una imbecilidad completa, eran perfectamente lógicos. Desde el momento que el alma es inmortal, es decir, infinita por su esencia, libre y de sí misma, debe bastarse. Únicamente los seres pasajeros, limitados y finitos pueden completarse mutuamente; el infinito no se completa. Al encontrar a otro, que no es él mismo, se siente, al contrario, restringido; por tanto, debe huir, ignorar todo lo que no es él mismo. En rigor, he dicho, el alma debía poder pasarse sin dios. Un ser infinito en sí no puede reconocer otro que le sea igual a su lado, ni menos aún que le sea superior por encima de sí mismo.
Todo ser tan infinito como él mismo y distinto de él, le pondría un límite y por consecuencia haría de él un ser determinado y finito. Reconociendo un ser tan infinito como ella, fuera de sí, el alma inmortal se reconoce por tanto, necesariamente, un ser finito. Porque lo infinito no es realmente tal más que si lo abarca todo y no deja nada afuera de sí. Con mayor razón, un ser infinito no podrá, no deberá reconocer otro ser infinito y superior. La infinitud no admite nada relativo, nada comparativo; estas palabras, infinitud superior e infinitud inferior, implican, pues, un absurdo. La teología, que tiene el privilegio de ser absurda, y que cree en las cosas precisamente porque son absurdas, ha puesto por encima de las almas humanas inmortales y por consecuencia infinitas, la infinitud superior, absoluta de dios.
Pero para corregirse, ha creado la ficción de Satanás, que representa precisamente la rebelión de un ser infinito contra la existencia de una infinitud absoluta, contra dios. Y lo mismo que Satanás se ha rebelado contra la infinitud superior de dios, los santos anacoretas del cristianismo, demasiado humildes para rebelarse contra dios, se han rebelado contra la infinitud igual de los hombres, contra la sociedad”.
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