domingo, 9 de marzo de 2008

De La genealogía de la moral

...La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un “fuera”, a un “otro”, a un “no-yo”; eso no es lo que constituye su acción creadora. Esta inversión de la mirada que establece valores —este necesario dirigirse hacia fuera en un lugar de volverse hacia sí— forma parte precisamente del resentimiento: para surgir, la moral de los esclavos necesita siempre primero de un mundo opuesto y externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para poder en absoluto actuar —su acción es, de raíz, reacción. Lo contrario ocurre en la manera noble de valorar: ésta actúa y brota espontáneamente, busca su opuesto tan sólo para decirse sí a sí misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo —su concepto negativo, lo “bajo”, “vulgar”, “malo”, es tan sólo un pálido contraste, nacido más tarde, de su concepto básico positivo, totalmente impregnado de vida y de pasión, el concepto “¡nosotros los nobles, nosotros los buenos, nosotros los bellos, nosotros los felices!”. Cuando la manera noble de valorar se equivoca y peca contra la realidad, esto ocurre con relación a la esfera que no le es suficientemente conocida, más aún, a cuyo real conocimiento se opone con aspereza: no comprende a veces la esfera despreciada por ella, la esfera del hombre vulgar del pueblo bajo; por otro lado, téngase en cuenta que, en todo caso, el afecto del desprecio, del mirar de arriba abajo, de mirar con superioridad, aun presuponiendo que falsee la imagen de lo despreciado, no llegará ni de lejos a la falsificación con que el odio reprimido, la venganza del impotente atentarán contra su adversario —in effigie [en efigie], naturalmente. De hecho en el desprecio se mezclan demasiada negligencia, demasiada ligereza, demasiado apartamiento de la vista y demasiada impaciencia, e incluso demasiado júbilo en sí mismo, como para estar en condiciones de transformar su objeto en una auténtica caricatura y en su espantajo.
No se pasen por alto las nuances [matices] casi benévolas que, por ejemplo, la aristocracia griega pone en todas las palabras con que diferencia de sí al pueblo bajo; obsérvese cómo constantemente se mezcla en ellas, azucarándolas, una especie de lástima, de consideración, de indulgencia, hasta el punto de casi todas las palabras que convienen al hombre vulgar han terminado por quedar como expresiones para significar “infeliz”, “digno de lástima” (véase δειλος [miedoso], δειλαιος [cobarde], πονηρος [vil], µοχθηρος [mísero], las dos últimas caracterizan propiamente al hombre vulgar como esclavo del trabajo y animal de carga) —y cómo, por otro lado, “malo”, “infeliz”, no dejaron jamás de sonar al oído griego con un tono único, con un timbre en el que prepondera “infeliz”: y esto como herencia de la antigua manera de valorar más noble, aristocrática, la cual no reniega de sí misma ni siquiera en el desprecio (—a los filólogos recordémosles en qué sentido se usan οιζυρος [miserable], ανολβος [desgraciado], τληµων [resignado], δυςτυχειν [fracasar, tener mala suerte], ξυµϕορα [desdicha]). Los “bien nacidos” se sentían a sí mismos cabalmente como los “felices”; ellos tenían que construir su felicidad artificialmente y, a veces, persuadirse de ella, mentírsela, mediante una mirada dirigida a sus enemigos (como suelen hacer todos los hombres del resentimiento); y así mismo, por ser hombres íntegros repletos de fuerza y, en consecuencia, necesariamente activos, no sabían separar la actividad de la felicidad —en ellos aquélla formaba parte, por necesidad, de está (de aquí procede el ευπραττειν [obrar bien, ser feliz])— todo esto muy en contraposición con la felicidad al nivel de los impotentes, de los oprimidos, de los llagados por sentimientos venenosos y hostiles, en los cuales la felicidad aparece esencialmente como narcosis, aturdimiento, quietud, paz, “sábado”, distensión del ánimo y relajamiento de los miembros, esto es, dicho en una palabra, como algo pasivo. Mientras que el hombre noble vive con confianza y franqueza frente a sí mismo (γενναιος, “aristócrata de nacimiento”, subraya la nuance [matiz] “franco” y también sin duda “ingenuo”), el hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni honesto y derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de guardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamente. Una raza de tales hombres del resentimiento acabará necesariamente por ser más inteligente que cualquiera raza noble, venerará también la inteligencia en una medida del todo distinta: a saber, como la más importante condición de existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteligencia fácilmente tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento: —en éstos precisamente no es la inteligencia ni mucho ni menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores o incluso una cierta falta de inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas, bien sea al peligro, bien sea al enemigo, o aquella entusiasta subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos las almas nobles. El mismo resentimiento del hombre noble, cuando en él aparece, se consuma y agota, en efecto, en una reacción inmediata y, por ello, no envenena: por otro lado, ni siquiera aparece en innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición en todos los débiles e impotentes. No poder tomar mucho tiempo en serio los propios contratiempos, las propias fechorías —tal es el signo propio de naturalezas fuertes y plenas, en las cuales hay una sobreabundancia de fuerza plástica, remodeladora, regeneradora, fuerza que también hace olvidar (un buen ejemplo de esto en el mundo moderno es Mirabeau, que no tenía memoria para los insultos y para las villanías que se cometían con él, y que no podía perdonar por la única razón de que olvidaba). Un hombre así se sacude de un solo golpe muchos gusanos que en otros, en cambio, anidan subterráneamente; sólo aquí es también posible otra cosa, suponiendo que ella sea en absoluto posible en la tierra —el auténtico “amor a sus enemigos”. ¡Cuánto respeto por sus enemigos tiene un hombre noble! y ese respeto es ya un puente hacia el amor... ¡El hombre noble reclama para sí su enemigo como una distinción suya, no soporta, en efecto, ningún otro enemigo que aquel en el que no hay nada que despreciar y sí muchísimo que honrar! En cambio, imaginémonos “el enemigo” tal como lo concibe el hombre del resentimiento —y justo en ello reside su acción, su creación: ha concebido el “enemigo malvado”, “el malvado”, y ello como concepto básico, a partir del cual se imagina también, como imagen posterior y como antítesis, un “bueno” —¡él mismo!...

FRIEDRICH W. NIETZSCHE (1887)

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